Así es. La vida nos suele reservar el espacio necesario para el aprendizaje contínuo , o mejor, para saber una cosa más cada día. Tenemos nuestro momento.
Es tan exigente, la vida, sin embargo, que nos ajusta a un precio: El de la soledad.
Con demasiada frecuencia vamos en comandita a donde sea. Nos encanta ir al concierto. A la compra. A la playa y la montaña. A clase. Al ocio y al trabajo. A "PLAZA". ¡Y tan ricamente!
Pero ¿y a las lecciones vitales? Para éstas el acceso queda restringido. De uno en uno, y en todo caso cada cual consigo mismo...
Así lo que aprendemos nos pertenece y no lo cederemos por nada. Somos dueños absolutos de lo bueno y de lo que no es bueno. Pero por encima de todo, ejercemos plenos poderes sobre lo que construímos sin ayuda externa, en solitario.
¿Qué pasa en esta situación de sorpresa con mi descarrilamiento en el coche? Aquí me tengo y aquí me planto.
Las visitas y atenciones no han faltado desde el instante en que se produjo el hecho glorioso.
Mis hijos, mis nietos, mis hermanos y cuñados. Mis amigos, tantos y tan estupendos. No tengo ni un motivo de queja, todo lo contrario.
Pero ya estamos aquí, con la pelota en el tejado: Sola solita con el muermo pesante de una escayola fría.
Sola dando vueltas a la imagen siniestra que se me presenta una y otra vez por más que intente borrarla con los ojos cerrados. Sola, dejando correr entre las sábanas alguna perla salada a punto de convertirse en lágrima. ¡Ay!
Soledad, diré que solo soledad con tintes reales de compañía.
Eso mismo debió sentir en sus últimos trances por abandonar la tierra firme que lo acogió el Señor Labordeta. Septiembre otoñal, solo una fecha para ambos, él y servidora. Uno, atardeciendo para siempre. Otra, enfrentada a un sol poniente decisivo.
Claro, que a él le llegaba el turno de rendir cuentas inexorables, mientras que yo solo daba parte de siniestro al Seguro.
Ni éste ni la Seguridad Social se han olvidado de mí. Ergo no estaba tan sola. Menos mal.
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