"Todo ciudadano tiene derecho a la felicidad".
Efectivamente, que se sepa, ninguna Carta Magna, ninguna Constitución recoge ese punto. Pero muchos se lo creen aunque no tengan tiempo ni ganas de experimentarlo como cosa suya.
Haití. Hay-tis. Demasiados.
Éstos son el subtotal de unas interminables sumas de sumandos en las que el mundo gobernado, el que practica el 'derecho a la felicidad', va añadiendo leña al fuego, gotas que colman el vaso, granito de arena hasta conseguir desaguisados como el de hace una semana. Trágica, tan trágica como otras precedentes que sumieron en la infelicidad absoluta a pueblos a los que se les niega el derecho a defenderse. Éste sí debe colear por alguna civilizada Constitución. Y por eso mismo, por constar escrito, nadie se lo cree. Y nadie moverá un dedo en ponerse manos a la obra haciendo prácticas que conduzcan por el sendero de Arcadia.
Mientras continúen en vigor las obras de misericordia, que son catorce según catálogo, será posible existan los misericordiosos, repartidos generosamente por todo el mundo poderoso, del Norte-Sur, del Este-Oeste.
Con ellos al mando de las riendas, nada temerán los infelices. El resto de espectadores que cumpla la misión que se le asignó cuando le leyeran la cartilla.
miércoles, 20 de enero de 2010
lunes, 4 de enero de 2010
NUEVA ERA SIN BOLSA
En otros tiempos no demasiado atrás la vida transcurría sencilla y serena. Las grandes áreas comerciales apenas eran cosa de película. Daba gusto ir de compras porque en un boleo te ponía el tendero en un humilde papel de estraza, gris, parduzco, el objeto de la transacción. Ni se precisaba el rollo ese de pedir 'la vez', ni se tenía noticia del engorro del carro. Total para qué.
El señor huevero te colocaba con esmerada parsimonia los huevos en la huevera de rejilla de alambre, una vez habían sido comprobados, los huevos, a la mortecina luz de la bombilla. Y con delicadeza, uno a uno, superado con éxito
el examen, te servía la media docena. Si acaso, docena, según la necesidad.
No había fecha de caducidad advirtiendo "no comer después de la fecha límite". Y el jamón, que ya existía desde la creación del cerdo, por lo menos,
aguantaba perfecto en la fresquera porque nunca se pasaba. Hay que decir que casi nunca había jamón que conservar.
El pescado, directo de la mar a la sartén, sin tapadujos. Las naranjas, de La China a la cocina, metiditas en el cesto.
Mas ah! Los adelantos imparables nos colocaron a mansalva bolsas y más bolsas para todo. Para guardar, para tirar. Envolver, proteger, arrojar vomitonas. Cubrir expedientes. Taparle el rostro al Nazareno y destapárselo. Vestuario obligado del carnaval escolar.
Bolsas con letra. Bolsas sin letra. Grandes, medianas, chicas. En toda la gama de colorines, del rojo al negro y verde. Amarillo o azul esmeraldino. Y para toda suerte de mercancía imaginable.
Al caer la noche, con la bolsa a cuestas hasta la última cita con el 'container'.
¡Triste final, qué derroche!
Ya nos desperezamos con incredulidad en el reciente año. Y asumimos que en menos que canta un gallo vendrán los tenderos/as cuidando del Medio Ambiente, preciado bien. Escatimarán envoltorios y pondrán visible el aviso para que no nos pille de sorpresa: "De ahora en adelante, apáñeselas como pueda porque estrenamos a saco nueva era". Mucho más funcional y sin bolsa, claro.
Algo inventarán a cambio, que los inventores se las saben todas y jamás son desleales con la clientela. Nunca lo han sido. Nunca.
El señor huevero te colocaba con esmerada parsimonia los huevos en la huevera de rejilla de alambre, una vez habían sido comprobados, los huevos, a la mortecina luz de la bombilla. Y con delicadeza, uno a uno, superado con éxito
el examen, te servía la media docena. Si acaso, docena, según la necesidad.
No había fecha de caducidad advirtiendo "no comer después de la fecha límite". Y el jamón, que ya existía desde la creación del cerdo, por lo menos,
aguantaba perfecto en la fresquera porque nunca se pasaba. Hay que decir que casi nunca había jamón que conservar.
El pescado, directo de la mar a la sartén, sin tapadujos. Las naranjas, de La China a la cocina, metiditas en el cesto.
Mas ah! Los adelantos imparables nos colocaron a mansalva bolsas y más bolsas para todo. Para guardar, para tirar. Envolver, proteger, arrojar vomitonas. Cubrir expedientes. Taparle el rostro al Nazareno y destapárselo. Vestuario obligado del carnaval escolar.
Bolsas con letra. Bolsas sin letra. Grandes, medianas, chicas. En toda la gama de colorines, del rojo al negro y verde. Amarillo o azul esmeraldino. Y para toda suerte de mercancía imaginable.
Al caer la noche, con la bolsa a cuestas hasta la última cita con el 'container'.
¡Triste final, qué derroche!
Ya nos desperezamos con incredulidad en el reciente año. Y asumimos que en menos que canta un gallo vendrán los tenderos/as cuidando del Medio Ambiente, preciado bien. Escatimarán envoltorios y pondrán visible el aviso para que no nos pille de sorpresa: "De ahora en adelante, apáñeselas como pueda porque estrenamos a saco nueva era". Mucho más funcional y sin bolsa, claro.
Algo inventarán a cambio, que los inventores se las saben todas y jamás son desleales con la clientela. Nunca lo han sido. Nunca.
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